martes, 17 de junio de 2008

¿Es la educación un servicio? es como preguntar ¿se reduce el amor a sexo sin fines de lucro?

El título es revelador de mi postura sobre este tema. Cada vez que escucho esta insistencia en describir la actividad educativa en el lenguaje de los empresarios, salta en mi mente esta otra frase que describe una situación análoga, pero sobre la cual la comprensión de su sentido es mayor y está más consensuada.

Cualquiera que haya crecido en el seno de una familia sana sabe sin mayor reflexión que el amor no tiene precio, que no puede ser valorado monetariamente. Ser amado con prescindencia del propio poder económico es indispensable para dar credibilidad al amor, para gozar de un sentido personal de la propia dignidad. Vivir el amor es cuidar de la vida de otro. Siguiendo la vieja descripción de Erich Fromm, es cuidar responsablemente de otro, al margen de estados de ánimo propios o criterios de interés también propio, en función oportuna de las necesidades del otro. Para ello se requiere respetarlo en su ser, en su dignidad de persona con grandezas y miserias, con sus maneras particulares de entender y actuar, sin pretender imponerle patrones arbitrarios de conducta. Este cuidado responsable y respetuoso requiere finalmente de conocimiento del otro, logrado en una convivencia sostenida. En la relación con los hijos se da con mayor fuerza esta perspectiva, sin perjuicio de los conflictos que surgen en función de la libertad de decidir a medida que los hijos maduran. En el caso del amor de pareja, sólo podemos comprometerlo libre y consensualmente para llamarlo amor. Cuando se suspende el compromiso, hay una ruptura previa del consenso. El amor es algo que sólo puede ser donado, jamás arrebatado o transado.

Eso no significa que el dinero no influya en el destino del amor. Sin dinero, se hace difícil gozar de libertad para autodeterminarse. Con dinero se obtiene el sustento de la vida. Pero sustento no es sentido.

El sexo es un acompañante natural del amor de pareja. El amor suele culminar en un encuentro sexual. Nuestra biología entrevera ambos, pero no siempre corren por el mismo carril. El impulso sexual con frecuencia evade el amor y los sentimientos, comprometiendo zonas profundas y oscuras de las personas en su búsqueda de satisfacción. Se vive como necesidad propia, no importa mucho con quién, y por ello hace posible entonces el comercio. El sexo con fines de lucro viene siendo penado socialmente desde tiempos inmemoriales, sin perjuicio de su también pertinaz presencia. Sin embargo, el lucro no es el punto. Sexo sin fines de lucro no es amor. Más allá de todas las formas no monetarias de transacción que podrían alterar el aspecto, hay un tema de fondo que no cambia incluso en la ausencia de interés material: no hay un nosotros. La satisfacción sexual puede sucederle a cada uno en el encuentro, dado que tengan las habilidades correspondientes, sin que por ello haya un encuentro humano profundo. El vocablo "tener sexo" está asociado a algo transable de facto (se transa el acto material, no la experiencia humana profunda). El lucro, esté presente o ausente, es consustancial a la transacción de objetos materiales o abstractos, consagrando una línea clarísima divisoria entre la intimidad de la persona y el objeto transado. No está la totalidad de la persona presente, sólo una o más dimensiones.

El amor, o es holístico, o no es. Su autenticidad corre por un carril donde el dinero no llega, sólo sustenta. Incluso, dicho sustento puede estar parcial o totalmente ausente, y aún así sobrevivir el amor.

Volviendo a la educación, llamarla servicio me produce la misma reacción que hablar de sexo y lucro con referencia al amor. De que el sexo puede y es en la gran mayoría de los casos un integrante esencial del amor no hay duda. Que la educación pueda ser analizada desde la perspectiva de la lógica de servicios, también puede arrojar luces acerca de su operar más o menos exitoso, sobre todo cuando hay carencias.

Pero declarar que la educación ES un servicio, es un insulto a todos aquellos profesores que donan sus mejores capacidades para que sus estudiantes encuentren o construyan los caminos de sus vidas, sin que haya algún propósito que supere la afirmación de la propia dignidad como creador de vida.

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